El sudor frío que le produce pensar que tal vez no haya nadie más, se cuela por cada milímetro poroso de sus humeantes e inertes costillas. Cuanto más lo piensa, más le cuesta respirar. Cada intento exasperante por inhalar un poco de oxígeno se convierte en una tarea tediosa a la vez que aterradora. Sus pulmones están tan llenos de todas las cosas que ya nunca podrá recuperar, que la membrana pleural está a punto de explotar. Un pánico desalentador se apodera de la habitación. Siente más y más cerca el final, el final de su dulce agonía.